Así tú podrías
beberte mi olor hasta caer borracha y yo esnifaría el recuerdo de tu voz
diciendo mi nombre entre susurros. Como
dos putas yonkis. Llegar a casa en
brazos de camareros compasivos, sufrir la resaca al día siguiente y jurarnos
que nunca, de ningún modo volveremos a
probar de nuestras pieles jamás, por el resto de nuestros días. Pero ya estamos enfermas. Adictas.
Condenadas a poseernos hasta absorbernos el último gramo. De la droga de nuestro sudor transpirado,
pico a pico inyectarnos esa mirada tan profunda que entra por las venas
cabalgando y nos deja tiradas en un callejón oscuro. Malditas. Malditas nosotras y malditas
substancias de nuestros cuerpos. Aunque
no queramos nos encontraremos en mi coche, o en tu cuarto, o en ese ineludible rincón de la imaginación, nos desnudaremos y nos follaremos compulsivamente. A sabiendas de que cada beso nos está
matando. ¿No lo sabías? Con cada calada de nuestros alientos agoniza una parte de la
razón que nos construye y nace otra pieza de un nuevo ser destructivo. Inescapable.
Un animal sin rostro, sin amigos, sin ojos, sin boca, sin vida. Un monstruo insano dirigido solo por su deseo
de consumir de la otra. Lo conocerás
cuando despiertes a media noche sudorosa.
Entre pesadillas. Y anheles mi
abrazo como el oxígeno del aire. Tanto
que duela. Tanto que quisieras
apuñalarte el corazón para poder sentir dolor verdadero. Pensando que quizá así, dejarás de sentir
esto, o así quizás, pudieras sentir algo.
Algo a parte de esta pasión lacerante.
El síndrome de abstinencia que ya
te está convirtiendo en una bestia.
Fuera de control. Pero a la
mañana siguiente no recordarás nada y cogerás el teléfono otra vez para
llamarme. Y quedaremos para tomar de
nuevo y darle algo de felicidad a esta existencia de toxicómanas. Seguro.
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